A veces, la belleza está en lo imperceptible, en los
espacios vacíos, en lo que hay que llenar. Y, sin embargo, es el espectador quien
los llena, quien cubre la ausencia de lo que no está; porque está de una extraña
y oculta manera en cada sensación, en cada gesto que no se expresa, en cada
movimiento que no ocurre. La narrativa, como la vida, se escurre de modo lento
e imperceptible, como si fuese un sueño anodino en donde nada pasara y, al
mismo tiempo, ocurriera todo.
Todo empieza en un sueño y todo termina sin él. Es un cuento
de emociones contenidas, de emociones que ocurren entre el hastío de lo cotidiano,
pero que, a través de él, y justamente por eso, logra explotar las emociones
del espectador, precisamente porque no lo hace.
Muchas de nuestras historias se concentran en la exageración,
para que el espectador se entere de lo que está ocurriendo. Esta película te
exige lo contrario: que sea el espectador el que sienta todo aquello que en la
película no se ha mostrado y qué, a causa de ello, se exprese de modo
magistral: porque es uno, el espectador, quien está sintiendo sus propias
emociones a través de lo que solo se sugiere en la pantalla.
Y en eso radica su
belleza.