sábado, 7 de octubre de 2017

Madre, de Aronofsky: del mito judiocristiano a la insensatez.

"En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz". (Génesis).


Todo empieza en el final de una historia que da principio a la siguiente. Un incendio, un dios, una casa en ruinas, una piedra que es lo único que ha quedado para dar vida de nuevo, y reconstruir un lugar sagrado, un paraíso, una casa en el centro del edén y una mujer. Ella es un ángel, luz bella, Luzbel, al servicio del dios, que no parece estar satisfecho ni ser capaz de crear nada nuevo, aunque lo intente, y para quien ni ella ni nada es suficiente.
De una página en blanco nace un hombre que toca a la puerta y el dios lo recibe en contra de la voluntad del ángel que desconfía de él desde el primer momento. Pero el dios está fascinado con el hombre, con sus historias, con su imaginación; a pesar de su imperfección, de su debilidad, de su enfermedad, de su mortalidad, de su estupidez. Y, de su costilla, en medio de una borrachera con el dios, sale la mujer del hombre que ha de invadir también la casa a la mañana siguiente.
La mujer es engreída, envidiosa, desconfiada. Su presencia altera el orden de todas las cosas y el ángel padece espasmos de ira por esa pareja absurda que ha llegado a romper la armonía  y a quienes el dios parece amar tanto. Es la mujer quien tienta al ángel y no a la inversa. Es la mujer quien provoca, quien la hace dudar, quien quiere entrar en el lugar sagrado a mirar la piedra que da vida aunque el ángel lo impide. Es la mujer quien lleva al hombre hacia ese lugar sagrado y, entre ambos, destruyen la piedra de la vida. Provocan la ira del dios, la clausura del lugar sagrado. Es el ángel quien los expulsa de la casa y es la mujer, retadora, quien no desea irse. Son los hijos del hombre y la mujer quienes invaden la casa, como antes han hecho sus padres, para pelear por una herencia. Son ellos, los hijos, por su propia lucha, quienes provocan que uno de los dos muera. Y Caín mata a Abel y, a partir de entonces, ya nada volverá a ser lo mismo. Y es la sangre fratricida derramada la que abre la puerta del infierno en el sótano de la casa.
Esa muerte inicia una nueva invasión. Familiares y amigos del hombre y la mujer hacen de la casa su lugar de luto y se apropian de ella. Como antes, los que llegan son una turba inconsciente que invade y destruye una casa que no es suya pero que asumen como tal, porque el dios así lo ha dispuesto: los ha convertido en los dueños y quitado al ángel toda potestad. 
En su locura, los invasores, lo mismo quieren pintar la casa de nuevo que destruirla. Por inconsciencia, que deriva en maldad, rompen las tubería y provocan un diluvio. El ángel, lleno de ira, logra expulsarlos a todos y, cuando por fin se han ido y sólo han quedado ella y el dios, consigue que el dios la conciba con un hijo de ambos que hasta entonces no ha sido posible. Hijo de dios y de ángel, más perfecto que aquella humanidad que ha estado a punto de destruirlo todo. La concepción devuelve la armonía perdida y el dios torna a crear; a escribir la historia que ha de dar a la humanidad como regalo: es un nuevo pacto con ella.
Pero la nueva obra regenera el caos. Al borde de una última cena entre el dios y el ángel, a punto del nacimiento del hijo, otra turba de humanidad fanática por la obra del dios vuelve a invadir la casa. Al dios sólo le importa ser adorado; se olvida del ángel, del hijo, de la casa, de todo. Entrega la casa a la turba, la convierte en dueña y ésta la toman sin piedad y sin pudor alguno. Roban, saquean, luchan entre sí, generan cultos, guerras, asesinatos, fratricidios, inmundicia: ellos mismos han creado su propio Apocalipsis con la complacencia del dios. 
En medio del caos, dentro del lugar sagrado, único sitio de la casa que aún no ha sido tomado, el ángel da a luz al hijo con la ayuda del dios. Un momento de calma. En la puerta del lugar sagrado, hay regalos para el hijo: la humanidad espera verlo y adorarlo como al padre. El ángel, que ahora es madre también del hijo, como antes lo ha sido de la casa, se resiste. Teme a esa turba inconsciente y absurda y el dios enfurece. El ángel queda dormido y el dios aprovecha para tomar al hijo y mostrarlo a la turba que, en su insensatez, al pasarlo entre sus manos, lo destrozan y lo matan y comen los pedazos de su carne en un acto ritual insoportable.
El ángel despierta y trata de salvar al hijo ya destrozado y devorado. Enfurece como nunca antes. Ataca a la turba que ataca a su vez para matar al ángel caído. El dios lo impide. Suplica al ángel que los perdone, que vea su arrepentimiento. Ella, el ángel, enfurecida, acusa a la turba y al propio dios de asesinato y es entonces que, llena de ira contra la estupidez humana y contra la adoración del dios para esos seres, baja al sótano, atraviesa el umbral del infierno y lo incendia todo. La humanidad no ha merecido aquella casa, aquel ángel, aquel hijo. Es el dios el único complacido de que lo adoren porque, para él, nunca nada es suficiente.
De los restos de aquel ángel incendiado, el dios rescata un corazón de cuyas cenizas surge una piedra, que es lo único que ha quedado para dar vida de nuevo y reconstruir un lugar sagrado, un paraíso, una casa en el centro del edén y una mujer. Ella es un ángel, luz bella, Luzbel, al servicio del dios, quien no parece estar satisfecho ni ser capaz de crear nada nuevo aunque lo intente y para quien ni ella ni nada es suficiente. Porque nunca nada es suficiente.
   

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