El hecho estético es complejísimo, tan complejo como el hombre mismo. Las discusiones se alargan inconmensurablemente.
Hay las apreciaciones inocentes, las académicas y elaboradas. Ante ellas subyace el primer contacto con la cosa. Cuántas veces escuchamos una canción en una lengua que no comprendemos y, sin embargo, nos va llevando, nos va provocando sensaciones a pesar de lo incomprensible de su superficie. Gana, por encima de nuestra percepción intelectual, la percepción en sí misma. Después vendrán los discursos, las construcciones intelectuales. El golpe de la impresión primera es el inicio de todo. A partir de ahí dirigimos la comprensión estética hacia conceptos específicos. Cuando un niño busca a su madre, busca la saciedad de algo que no sabe que es hambre, el cobijo de unos brazos para dejar de sentir algo que no sabe que es frío, la comodidad de dormir que no sabe que es sueño. Amor le llamaremos nosotros, él mismo después por aprehensión. La concepción del hecho será a posteriori del hecho en sí. El encuentro con lo artístico es lo mismo. Primero el hombre ante la cosa, la revelación sensible, luego el hombre tratando de entenderla. Cuando esta comprensión de lo estético coincide en su sustancia con la comprensión de otros, el fenómeno artístico tiende a lo universal, aunque nunca lo alcanza. Y si el hecho estético como tal no alcanza la universalidad, menos lo hace la crítica, que se acota a percepciones personales, suma de juicios y prejuicios, de inocencias o excesos conceptuales, de toda la carga cultural de aquél que critica.
No obstante, estamos aquí, tratando de interpretar el mundo a través de sus cosas.
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